La absolescencia programada
En el centro de reparación
de Koopera, un grupo de cooperativas sin ánimo de lucro del norte de
España, casi no se reparan frigoríficos. La mayoría llegan con
fugas de gas que no podemos localizar porque las tuberías están
incrustadas dentro de los muebles, y cada vez es más difícil
desmontar los muebles. Hace años se podía llegar a cualquier pieza,
pero ahora son todo obstáculos”, explica Txelio Alcántara,
técnico del taller. “También es cada vez más difícil arreglar
aparatos pequeños. Les ponen tornillos de seguridad, que solo giran
para cerrar, y ni siquiera podemos abrirlos”.
Cafeteras, máquinas de
afeitar, secadores de pelo, microondas, frigoríficos, lavadoras,
ordenadores... Miles de aparatos acaban en la basura antes de tiempo
porque es demasiado caro repararlos, por falta de repuestos o porque
no hay modo de desmontarlos. Es una forma reconocida de
obsolescencia programada, una manera de acortar la vida de un
producto antes de que se desgaste. Un caso sonado fue la demanda
colectiva a la que tuvo que enfrentarse Apple en 2003 por no ofrecer
baterías de recambio para sus reproductores MP3. Los demandantes,
tras probar que las baterías se estropeaban antes que el aparato,
ganaron el juicio y obligaron a la empresa a fabricar repuestos.
Muy
pocas veces han llegado casos como este a los tribunales. La
obsolescencia programada, al fin y al cabo, está asumida como un
mal necesario para estimular el consumo. Pero la crisis está
cambiando las conciencias y cada vez son más las voces que
recuerdan que la necesidad mantener una tasa mínima de renovación
de productos no significa que haya que aceptar abusos. Además,
genera toneladas de residuos que podrían evitarse. Finalmente, un
país ha dado un paso al frente: la Asamblea francesa acaba de
aprobar, dentro de la Ley de Transcisión
Energética, multas de hasta 300.000 euros y penas de cárcel de
hasta dos años para los fabricantes que programen la muerte de sus
productos. La norma, que aún debe ser ratificada en el Senado, no
solo es relevante por las sanciones que establece, sino porque es la
primera vez que una legislación reconoce la existencia de la
obsolescencia programada. “Estas técnicas pueden incluir la
introducción deliberada de un defecto, una debilidad, una parada
programada, una limitación técnica, incompatibilidad u obstáculos
para su reparación”.
Por ejemplo, los antiguos
televisores de tubos podían durar hasta 15 años, mientras que los
actuales no pasan de 10. “Y ocho de cada 10 lavadoras tienen
cubetas de plástico, en vez de acero inoxidable, que pueden
romperse con el golpe de una moneda”, prosigue el estudio. Los
fabricantes insisten en que el acortamiento no es deliberado, sino
que se debe a la exigencia de que los productos sean más eficientes
y más baratos.
En España el movimiento
lleva retraso. Las organizaciones más activas son la Asociación de
recuperadores de Economía social y Solidaria (AERESS), que agrupa a
entidades como Koopera, y el colectivo ecologista Amigos de la
Tierra . Ambas, junto con Ecologistas en Acción, UGT y CC OO, han
presentado un texto de alegaciones a la nueva ley de residuos de
aparatos eléctricos y electrónicos en el que piden la prohibición
de la obsolescencia programada y otras medidas como el alargamiento
de las garantías, el apoyo a las redes de reparación y, sobre
todo, que se asegure que un 5% de los residuos puedan ser preparados
para su reutilización.
La bombilla eterna
El ejemplo clásico de
obsolescencia programada es el de la bombilla. En 1924, un grupo de
grandes fabricantes de bombillas (entre ellos Philips, Osram y
General Electrics) acordaron limitar la vida de las bombillas a un
máximo de 1.000 horas, pese a que ya se había logrado la
posibilidad de que aguantaran hasta 2.500 horas. El grupo, conocido
como cartel de Phoebus, justificó el pacto como una alianza de la
industria para regular el mercado internacional marcando unos
mínimos de calidad y eficiencia, y así evitar la expansión de
otras empresas que intentaban competir con precios más bajos y
materiales supuestamente de peor calidad. El cartel se deshizo dos
décadas después, pero ha quedado como paradigma de maquinación
de la industria para acortar la vida de un producto.
En contraste, como muestra
de durabilidad suele mencionarse la bombilla que lleva encendida de
manera ininterrumpida desde 1901 en la estación de bomberos de
Livermore (EE UU). Es un ejemplo cierto, aunque también es cierto
que se mantiene en condiciones distintas a las que tendría en una
vivienda. Funciona a un voltaje inferior para el que fue concebida,
por lo que el desgaste de los filamentos es menor, aunque a cambio
ilumina menos que una pequeña vela. Y tampoco se enciende ni se
apaga nunca, lo que aumenta su resistencia.
La bombilla de Livermore se
fabricó sin duda con intención de durar. Pero el criterio de la
eficiencia se impuso al de la durabilidad y las empresas volcaron
sus investigaciones a conseguir avances que aumentaran la potencia
o el ahorro de sus bombillas. Eso fue así hasta que apareció la
tecnología LED, que combina el objetivo de duración y el de
eficiencia.
Desde el 1 de septiembre
de 2009 ya no se fabrican bombillas incandescentes en ningún país
de la UE, como manda la normativa comunitaria, que además obliga a
los fabricantes a informar en el etiquetado de cada bombilla no
solo sobre el nivel de su eficiencia sino también sobre su
duración estimada. Es el único producto en el mundo para el que
se ha fijado un etiquetado obligatorio de durabilidad.
Opinión
personal:
En
mi opinión, la absolescencia programada es una práctica cada vez
más habitual en las grandes empresas de electrodomésticos, gracias
a los avances de la electrónica y digitalización de los
electrodomésticos.
Con
ello las empresas se garantizan que el cliente, o bien tenga que
llamar al servicio técnico o que tengan que comprar un aparato
nuevo.
Con
esto último, se garantizan las ventas.
Las
ventajas para las empresas son evidentes pero para el consumidor es
un gasto extra.
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